En los momentos felices de la vida es grato vernos rodeados de la gente a la que queremos y que nos quieren. Si la situación que atravesamos no es demasiado buena, esa presencia de gente alrededor a veces es molesta, cargante o incluso incómoda. Dependiendo de nuestro estado de ánimo vemos que somos más o menos tolerantes con las interacciones que conlleva la convivencia.
Cuando surge la adversidad, muchos otrora amigos dejan de serlo, desaparecen. De hecho, muchas relaciones humanas se extinguen por aquello de «se me ha pasado la ilusión». En las relaciones sentimentales esta conducta está lindando con la frivolidad mientras que las comerciales, para evitar rupturas, se someten a férreo blindaje contractual. En la relación médico-paciente no debería haber inconsistencia por cuanto están (deberían estar) basadas en la confianza.
Sin embargo, cuando el médico sospecha que un paciente no tiene curación surgen sentimientos encontrados. Por parte del médico, sabe que su deber es estar con el paciente hasta el final. Pero al mismo tiempo le repugna enfrentarse al deterioro progresivo de un organismo que de suyo supone además una bofetada a la grandilocuencia de la ciencia médica todopoderosa. Y por parte del paciente, está el hecho de querer saber, pero sin saber del todo, acaso porque no quiere escuchar de labios de su médico esas cinco palabras tan temidas: «No hay nada que hacer». Es el mensaje aterrador de unas palabras que, si se ponen en otro orden, cambian notablemente el contenido del mensaje: «No hay que hacer nada». El primer mensaje suena a final, abandono, derrota. El segundo, a déjemoslo como está.
En «Crimen y Castigo» Dostoiewski pone en boca de Marmeladof: «Se da usted cuenta, señor, se da usted cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir?» Es una frase aterradora que creo que muy pocas personas han tenido ocasión de experimentar la profundidad, el abismo de su contenido. Realmente encontrarse sin apoyos, sin ayudas de ningún tipo, es desolador. No tener a nadie a quien acudir, es devastador. Lo opuesto se refleja en el refrán popular: quien tiene un amigo tiene un tesoro. Quienes hemos necesitado del apoyo de los amigos para superar tiempos difíciles conocemos bien el calado de este dicho.
En mi quehacer profesional he recibido numerosas muestras de agradecimiento de los pacientes que he atendido. Pero debo decir que las mayores muestras de cariño las he recibido de las familias de los pacientes que se murieron. Muchos de mis amigos -a veces los más íntimos- han surgido con ocasión de que un día estuve cerca de algún familiar al que atendí y que se murió. De entrada puede parecer paradójico pero si lo pensamos bien, los médicos lo que peor hacemos es saber estar cuando la enfermedad toma un curso que la ciencia médica no sabe controlar. De hecho, la tendencia espontánea del médico es al abandono del paciente pues su sola presencia interpela a la ignoracia del galeno y le hace enfrentarse con la futilidad de sus conocimientos. De esa dificultad no es ajena la familia del paciente y por eso agradecen más el gesto de «estar ahí». Si no perdemos de vista que la vida misma es ya per se una enfermedad crónica, progresiva, irreversible y de curso inevitablemente fatal, veremos que el ocaso no es más que un momento más en la evolución de la vida biológica, incluso el orto de quienes creen en la vida eterna. Cierto es que en esos momentos al protagonista se siente solo y desamparado, como le pasó al mismísimo Jesucristo en la Cruz, porque por muy acompañado que esté, es un paso que se da en persona, una transición individual. Pero ¡qué calor da sentir en tu mano otra que te aprieta o te acaricia, expresión de que hay alguien ahí!
La publicación de este contenido ha sido autorizado expresamente por Dr Luis Benito de Benito.
Fuente: http://elmedicotraslaverdad.blogspot.com/