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Fractura del Estado del bienestar: no hay chocolate para todos

El modelo sanitario español ha sido durante decenios un crisol de solidaridad y altruismo. Junto a los elogios de la buena preparación que reciben los médicos especialistas a través del sistema MIR implantado a finales de los años 70, el otro gran hito celebrado era la asistencia universal y gratuita. La percepción por parte de los usuarios de la prestación sanitaria como gratuita ha calado tan hondo que nadie se paraba a echar cuentas si era sostenible o no. El debate sobre la sostenibilidad se centraba en energías renovables o en asuntos relacionados con la ecología, pero apenas se aplicaba a la esfera de la sanidad. El ciudadano asumía que el derecho a la atención sanitaria era tan elemental que le importaba bien poco pedir cuentas de la gestión a los políticos. Y amparados bajo este manto, los políticos encargados de gestionar los recursos, hacían crecer año tras año, sin empacho y con descaro, las partidas presupuestarias destinadas a sanidad, vendiendo al electorado que evidentemente ese mayor gasto redundaría en mejor asistencia sanitaria. Y ya sabéis, queridos conciudadanos, que con la salud no se juega: ¡se gasta lo que haya que gastar!

Pues no. Se gasta lo que se pueda gastar. La salud, por más que a alguno le duela, tiene un precio. Y tendremos la sanidad que nos podamos pagar. Que el gasto sanitario haya ido en aumento incluso cuando ya estaba declarada y reconocida por todos esta “crisis” que justifica tropelías, ha sido un ejemplo de clara irresponsabilidad por parte de quienes tenían a su cargo la gestión de la sanidad, en organismos centrales y en las consejerías autonómicas. Cuando se gasta más de lo que se tiene, lo normal es endeudarse. Y cuando se tienen deudas, comienzan los recortes en las prestaciones asistenciales.

Una de las medidas más polémicas que recientemente ha tomado el gobierno de la nación es exigir que los inmigrantes sin papeles (no regularizados) que deseen acceder a los servicios sanitarios públicos tendrán que abonar 59,20 euros mensuales. Polémica medida, sin duda, porque a nadie deja indiferente y los diferentes sectores sociales comentan la noticia. Evidentemente, el más perjudicado de manera directa es el inmigrante que precisa asistencia sanitaria y que pasa de no haber tenido que pagar nada hasta ahora a tener que desembolsar unos 60 euros al mes, una cuota que, dicho sea de paso, está por encima de las primas de la mayoría de las entidades de aseguramiento privado. Generalmente una persona inmigrante y sin papeles es el prototipo de marginado social sobre el que se pueden cebar toda clase de abusos en asuntos laborales: contratos ilegales y en condiciones miserables ya que, precisamente porque carece de “papeles”, se ve obligado a aceptar condiciones abusivas.

Por otro lado, la clase media, puede estar dividida y habrá quien celebre la noticia encontrando que es ventajosa tanto para evitar la frecuentación innecesaria y el gasto sanitario de una atención que se considera “superflua” (el entrecomillado llama la atención sobre los diferentes matices que pueden darse al adjetivo) como para contribuir al sostenimiento de unos servicios sociales que “todos pagamos” y por ende, también los sin papeles. Además, una clase media acomodada puede no ver como excesiva la cuota de 60 euros al mes, ni siquiera en el supuesto de considerarles unos ingresos de 600 euros al mes pues supondría un 10%. También en la clase media surge un frente de oposición a tal medida por considerarla un gravamen excesivo sobre las clases sociales más desfavorecidas. No es un sentimiento exclusivo de ideologías de izquierdas, pues también entre la clase médica y personal asistencial se considera que no es ético dejar de prestar atención sanitaria a este colectivo por falta de pago.

También entre el personal facultativo hay quien aplaude la medida, pues considera que entre los sin papeles se extiende de manera más descontrolada la actitud petitoria del que acude “a lo gratis cueste lo que cueste”. Entre este tipo de pacientes no están sólo quienes llegaron a la Península en patera sino también quienes desembarcaron en lujosos cruceros para hacer lo que se llamó “turismo sanitario”. Este tipo de extranjero, también “sin papeles”, ha consumido una serie de recursos sobre los que las autoridades sanitarias no han tenido ningún tipo de control: en España se atendía a todo el mundo, procediese de donde procediese, con alto nivel de especialización, incluso con transplante de órganos si hacía falta, y gratis. Pues se acabó el chocolate. Hemos pasado del dispendio dadivoso a la restricción más miserable. Dejamos de ser el paraíso asistencial del planeta para empezar a la chalanear con propios y extraños.

El problema que ahora se plantea de manera flagrante y dolorosa es el mismo que otrora existía y no se debatía: que la sanidad consume recursos. Y nadie pidió cuenta de cómo se gestionaban esos recursos: el gasto sanitario crecía año tras año sin ajustarse a los presupuestos y el Tribunal de Cuentas ante los desfases ni siquiera daba un tirón de orejas a los manirrotos consejeros de sanidad. Igualmente los médicos no hemos sabido administrar racionalmente los recursos y aún hoy en día según datos de la Fundación Kovacs alrededor de un 30% de los recursos sanitarios se dedican a tecnologías o terapias ineficientes. Pero también los usuarios han tenido su parte de culpa cuando han hecho uso innecesario o fraudulento de los recursos asistenciales (bajas laborales que no procedían, uso de recetas de pensionista por parte de activos, etc.), o mismamente apoyando con su voto a los malos gestores que hemos tenido (da igual el signo político): cada cual en su medida ha contribuido a que la Seguridad Social se encuentre al borde de la quiebra. No hemos sabido conservar un sistema porque creíamos que con lo bueno que era no había necesidad de cuidarlo, de auditarlo para irlo podando de defecciones. Y los recortes de ahora se nos antojan excesivos. Pero de aquellos polvos estos lodos.

Poco vale lo que poco cuesta. Soy partidario de que el usuario de cualquier servicio tenga que pagar por él, aunque sean cantidades simbólicas. El llamado Estado del bienestar puede llegar a ser una cuna de holgazanes cuando no se desarrolla el sentimiento de que este bienestar surge de que lo pagamos entre todos con los impuestos. Lo gratis no sobrevive. Si el que recibe una prestación, del tipo que sea, no percibe que tiene que hacer un esfuerzo por ello, no surge el interés por conservarlo. Otra cosa es que se debata qué tipo de esfuerzo debe hacer cada uno ya que el poder adquisitivo de cada cual es diferente y la cantidad fija a pagar puede ser muy injusta. Lo que pasa es que la ley busca crear máximas que se apliquen de manera general, a todo el mundo por igual, porque particularizar (identificar las situaciones particulares) supondría acercarse a la justicia de las madres que tratan de manera desigual a sus hijos desiguales. Y la justicia es lo que menos le importa al derecho, máxima por la que muchos jueces, tras aplaudirme, paradójicamente me encausarían.

Por último y como médico, sumarme a la corriente de quien en su ética no puede dejar de prestar asistencia sanitaria a ningún ser humano por falta de recursos: es un deber deontológico. Para evitar este –entre otros- conflicto moral dejé de ejercer en el sistema público. Otra cosa es que a quien atienda no se pueda permitir pagar un escaner o una endoscopia. Tampoco estaban estos medios al alcance de los pacientes que atendía en Perú hace 20 años. Incluso allá y para evitar la actitud petitoria siempre cobraba algo (simbólico) a los pacientes pero todos salían convencidos de que había merecido la pena el esfuerzo. Porque la buena medicina, la humanamente asistencial, consume un recurso caro pero asequible: el tiempo.

La publicación de este contenido ha sido autorizado expresamente por Dr Luis Benito de Benito.
Fuente: http://elmedicotraslaverdad.blogspot.com/

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