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La felicidad no es un destino: es una forma de viajar

Me gustó esta frase cuando la oí por primera vez. Por lo que he podido saber, se la debió inventar un buen hombre (si es que es original de Roy Goodman) y me ha servido mucho como colofón para las conversaciones con los pacientes que califico como «vividores intensivos». Si entendemos la vida desde el morbo, podríamos decir que se trata de una enfermedad crónica, progresiva, degenerativa y de curso inevitablemente fatal. No hemos de amargarnos por ello, no deja de ser una definición más de eso que llamamos vida. Tras un periodo de tiempo más o menos largo (que por largo que sea casi siempre se nos antoja escaso) dejamos de contribuir a la historia de la humanidad. Cada ser humano pasa por el mundo aportando su granito de arena a la historia. Y hay quien enfoca el periplo con planificación y cuidado extremo y hay quien vive más despreocupadamente.
Hace unos días Gonzalo se preguntaba hasta qué punto la medicina tiene que prestar sus cuidados por la salud de un individuo que no se preocupa de ella. O que, sí, se preocupa por aquello del instinto de conservación, pero no adopta actitudes coherentes con esa aparente preocupación. Vamos, que no se cuida. Me venía a la cabeza entonces el abrazo que hace dos décadas me dio aquel comerciante que acababa de encontrar en el omeprazol el remedio ideal para sus ardores de estómago cada vez que bebía alcohol: «¡Esto! ¡Esto es lo que la ciencia tiene que investigar, en medicinas así, y no que los médicos remedien las cosas a base de prohibirte cosas. Porque yo ahora con el omeprazol me pongo ciego de alcohol y el estómago no me cruje». Decía que como comerciante, el cierre de un negocio conllevaba la correspondiente celebración con vino (y acaso algo más que vino) y que cada cierre de operación le costaba la apertura de una úlcera. Sin embargo, desde la comercialización del milagroso omeprazol, su vida había cambiado. A pesar de que los negocios le fueron cada vez mejor no llegó al trasplante hepático y murió de una cirrosis. Llegó a ser muy rico.
Los beneficios del omeprazol para proteger el estómago de los efectos del alcohol son bien conocidos por los jóvenes que frecuentan los botellones. Ojalá sean igual de bien conocidos los efectos larvados que la ingesta de grandes cantidades de alcohol causan sobre el hígado.
También a veces me pregunto hasta qué punto debo contribuir como médico prescribiendo fármacos contra las flatulencias al que se hincha porque más que comer engulle. Si de alguna manera el fármaco mitiga sus males, poco hará por corregir el vicio de comer deprisa, origen real de sus molestias. Y aquí está el quid de la reflexión de esta entrada. Cada cual establece un equilibrio entre su modo de vida y el riesgo o molestias que asume por vivir de esa manera.
Hace años con la manipulación de unos genes involucrados en el desarrollo del gusano Caenorhabditis elegans se intentaba modular su velocidad de desarrollo, actuando sobre el proceso de la apoptosis o muerte celular programada. Se hicieron conjeturas sobre la utilidad que tal manipulación podría tener en los genes homólogos de los seres humanos y se concluía hasta qué punto podría ser interesante que el ser humano viviese doscientos años a cámara lenta. Se trataría de ralentizar las funciones vitales de manera que el organismo «durase más tiempo» pero a cambio de moverse con mayor lentitud. ¿Sería una vida atractiva e interesante? Tendríamos entonces unos seres humanos que desarrollarían su existencia con carácter «extensivo». De modo análogo, si imaginamos el extremo opuesto, individuos que viven «a cámara rápida» su existencia, (conocemos algunos más inquietos que un rabo de lagartija), podríamos hablar de vividores «intensivos».
Esta consideración entre vividores intensivos y extensivos suele salir reflejada de alguna manera en las consultas médicas. Lo más típico es hacer uso de esas estimaciones acaso más basadas en la estadística que en la fiabilidad de la predicción: si usted deja de fumar añadirá cinco (o siete, o diez,…) años a su vida. La cuestión sería si el individuo que percibe esta recomendación, supuesto que se la crea, prefiere vivir cinco años más dejando de fumar o seguir viviendo disfrutando «intensamente» de la nicotina aunque por ello se le acorte su estancia sobre la tierra.
Si seguimos adelante con estas reflexiones, el siguiente punto obligado es analizar qué es lo que desea hacer cada uno con su vida, en qué desea emplear el tiempo que transcurre de manera inexorable. Si la pregunta se suelta a bocajarro, la contestación más escuchada es que la persona a lo que aspira es a ser feliz. Y día a día se afana para lograrlo. Algunos, en esos momentos puntuales que la vida nos ofrece para la reflexión, nos preguntamos si de verdad vamos camino de conseguir ese fin. Porque no pocas depresiones en la década de los 40 vienen al echar la vista atrás y descubrir que tras el paso del ecuador todavía no hemos alcanzado el objetivo ese de ser feliz. Y lo que es peor, de tejas para abajo, lo vemos todavía más difícil de lograr, pues al fin y al cabo uno ya no es el ingenuo jovenzuelo idealista. Y, para más inri, el cuerpo empieza a manifestar sus achaques. La crisis arrecia a medida que el tiempo biológico se agota. En el ocaso de la vida, morir sin alcanzar la felicidad parece que es la expresión del más absoluto fracaso. Haber pasado la vida corriendo tras la consecución de una meta que siempre iba al menos dos pasos por delante es desalentador. Esforzarse día a día para llegar a ser feliz es andar desenfocado. El ser humano que consigue ser feliz es el que lo es con cada paso que da, el que disfruta del camino. Pero no de una manera aleatoria o turística sino sabiendo a dónde va. Claudio Monteverdi en siglo XVI o Antonio Vivaldi en el XVII le pusieron música al beatus vir del Salmo 111.
Los problemas existenciales, gusten o no, afloran en los seres humanos en diferentes momentos de la vida. Podemos decirle al paciente que si sigue comiendo pasteles va a reventar y a lo mejor el paciente nos dice: «Pues dame otro y aparta». O podemos prescribir una serie de medidas restrictivas a pacientes para que «duren más» cayendo en absurdos como quitarle el tabaco al abuelito nonagenario que fuma desde la adolescencia. Si el análisis de la cuestión existencial -que cada vez es más asistencial- ofrece que ahora no soy feliz, no nos consolemos pensado que «estoy en ello», porque «ello» está plagado de gente.

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