Desde que el Dr. Google nos acerca con facilidad todo tipo de información con sólo darle dos o tres palabras, pocos se resisten a consultarle sus síntomas para ver qué hay en la red acerca de sus preocupaciones. A veces el resultado de la búsqueda te remite a páginas muy técnicas, profesionales, académicas, difíciles de entender salvo para los del gremio. Pero otras veces te ofrecen foros de personas legas que opinan sobre su experiencia o conocimiento acerca de la cuestión que nos preocupa. Como las páginas técnicas nos resultan difíciles de comprender, demasiado formales, con frecuencia picamos en aquellas que vierten las experiencias del vulgo.
Aquí es donde en lugar de navegar en internet comenzamos a naufragar, porque la deriva que toma el discurso se vuelve de lo más farragosa y nos vamos desviando de lo que queríamos averiguar. La aparición de más y más información encadenada, hace que el sobretítulo de este blog cobre su verdadero significado: nadie sabe qué mitad de lo que se cuenta es mentira. Personalmente no me opongo a que mis pacientes husmeen por la red a ver qué encuentran, aunque les advierto -sobre todo a los más impresionables- del riesgo de sus pesquisas. Y en particular, les prevengo contra los «foros», donde cada cual cuenta su experiencia y se mezclan churras con merinas haciendo que el resultado final sea más un producto de la ansiedad del paciente (lo que el curioso quiere ver) que un extracto racional de lo que se puede sacar como ciencia.
La cantidad de información médica o pseudomédica que hay en internet sirve de pienso para engordar la ansiedad. Si pusiera los titulares de noticias médicas aparecidas tan sólo en el último mes sobre la incidencia y prevalencia de diferentes enfermedades que, según los «expertos», hay en nuestra sociedad,… ¡no quedaría nadie sano! Siempre hay que ver qué tipo de expertos hay tras cada noticia y quién les paga para que digan lo que dicen, pues muchas veces la industria farmacéutica tiene necesidad de seguir creando pacientes cuando para ello tiene un prodigioso fármaco que le solucionará el problema. Para no aludir a ninguna noticia real, inventémonos una. Por ejemplo, pensemos que un buen día los otorrinos (por citar una especialidad) ven que disminuye su clientela. Pues habría que sacar en dos o tres medios una noticia con un titular así como: «El picor de garganta podría ser un síntoma precoz de cáncer de faringe». Claro, y de faringitis. Y de hablar mucho. Pero muchos de los que alguna vez se han sentido preocupados por que de vez en cuando les pica la garganta y carraspean, al leer el titular, pedirán consulta con el otorrino. Objetivo cumplido. De igual modo si queremos dar más trabajo a los pediatras, un titular alarmante como «la fiebre suele ser un síntoma precoz de la meningitis», colapsará las consultas de urgencias y de pediatría.
Ninguno de los dos titulares inventados es mentira: ambos son ciertos. Pero la intensidad y fuerza de la noticia se diluyen al poner el tiempo verbal en modo condicional «podría ser, suele ser». En mi terreno del aparato digestivo se da el mismo fenómeno, por ejemplo, con la colelitiasis: las piedras en la vesícula ¿se operan o se dejan?. Los pacientes a menudo consultan por esta razón. En general la praxis médica dice que si la colelitiasis es o ha sido fuente de algún cuadro clínico (colecistitis, cólico biliar, coledocolitiasis, ictericia obstructiva, pancreatitis aguda, principalmente) entonces la indicación de colecistectomía es lo más correcto si no concurren otras causas que la desaconsejen (edad o comorbilidad principalmente). Pero si la colelitiasis es asintomática, esto es, que el hallazgo de piedras en la vesícula ha sido fruto de un hallazgo exploratorio casual (una ecografía principalmente) entonces lo más correcto es dejarlo estar. Sugerir una colecistectomía preventiva en estos casos «para evitar que dé una pancreatitis, que son palabras mayores» puede ser tan controvertido como indicar una apendicectomía en un paciente con apéndice normal «por si un día te da una apendicitis».
Javier es un paciente que consulta en internet cualquier síntoma que nota. Si un día se levanta con una legaña en el ojo y parece que ve borroso, en tres minutos delante del ordenador empieza a temer que padece un desprendimiento de retina. Pero como Javier pasan por mi consulta muchos pacientes que están muy atentos a cada ruido, a cada movimiento de sus tripas. Y si suena alguno diferente a los que empieza a considerar «normales» ya salta la alarma. Y mete en la búsqueda «ruidos metálicos y palpitaciones» (las palpitaciones son las que le han empezado a dar al ponerse nervioso porque le ha parecido oír ruidos que tilda de «metálicos»), y si no le salen demasiadas entradas que le satisfagan, añade «boca seca» o «insomnio» a ver si le da algún cuadro raro. Por supuesto, desecha cualquier entrada que le oriente que la sintomatología sea fruto de la ansiedad, pues de sobra sabe que lo suyo es algo más complejo que eso, ya que ninguno de los veinte médicos consultados ha dado con ello. No te molestes, Javier, es el proceder habitual del paciente hipocondríaco.
En tercero de la carrera de Medicina, cuando comienzas a estudiar Patología Médica, los alumnos vamos enfermando al ritmo que el profesor enuncia los síntomas de cada enfermedad. Entre clase y clase, los alumnos intercambiábamos opiniones y todos coincidíamos: «pues lo que ha contado el profesor a mí me pasa… a ver si voy a tener anemia». Todos hemos pasado periodos de mayor o menor preocupación por nuestro estado de salud. Cuando esa preocupación es excesiva y desborda las demás actividades diarias, entonces sin lugar a dudas padecemos al menos una enfermedad: somos hipocondríacos. El nombre viene de aquellos pacientes que suelen referir su malestar a unas molestias persistentes en el hipocondrio, generalmente derecho, allá donde suele ubicarse la vesícula biliar precisamente. Aunque también puede ser en el hipocondrio izquierdo, bajo la parrilla costal. El hipocondríaco tiene la misma posibilidad -no más pero tampoco menos- que quien no es hipocondríaco de desarrollar patología biliar (piedras en la vesícula o incluso un cáncer de páncreas). Lo que pasa es que al paciente que hemos etiquetado de hipocondríaco tendemos a «creerle menos», a dar menos importancia a los síntomas que refiere, total porque siempre se viene quejando de algo. En definitiva, parece cumplirse el triste sino de que al hipocondríaco le pillamos más tarde sus padecimientos graves («ya ves, precisamente a mí que tan preocupado he estado siempre por mi salud») porque tendemos a pensar que siguen siendo sus molestias psicógenas habituales. Y esto sin perder de vista lo que ya se dijo en otra entrada sobre los falsos negativos de las pruebas o los errores médicos, una entrada no apta para hipocondríacos.
Para evitar esto, los médicos, aparte de cultivar la paciencia con este tipo de pacientes, hemos de prestar atención especial a los síntomas de reciente aparición que puedan orientarnos a que algo nuevo o diferente se está desarrollando. Educando poco a poco al paciente sobre el valor de los diferentes síntomas, le haremos ver que si es capaz de filtrar los superfluos y referirnos sólo los que puedan ser relevantes (tarea difícil porque generalmente todos le parecen relevantes, por supuesto) podremos enfocar mejor la atención sanitaria para realmente llevar a cabo una medicina preventiva racional.
En mi experiencia, resulta muy aleccionador dialogar con un paciente que se ha «documentado» en la red sobre el problema que viene a consultarme porque revela su discurso racional. Sé que hay colegas a quienes eso les molesta porque «les ponen en jaque» ya que a veces el paciente lleva al médico novedades de las que no tenía noticia, lo cual le inquieta. Acabo con la anécdota de los profiteroles que en alguna ocasión he contado. Fue durante una cena a la que me invitó una asociación de pacientes a quienes acababa de dar una charla. Llegados a los postres la señora que estaba a mi lado pidió con entusiasmo entre la oferta que la daban los profiteroles, «porque como usted sabe, doctor -dijo volviéndose hacia mí de modo condescendiente- los profiteroles previenen el cáncer de esófago». Como su comentario parecía aguardar el mío, rápidamente rebusqué en mis recuerdos si disponía de tal información pero optando por la realidad le dije honestamente a mi compañera de mesa que desconocía tal asociación. Sé que el resto de la cena ella creyó estar sentada ante un dios que se había caído del pedestal por ignorar algo que todo médico vanguardista debe saber, y yo, he de reconocerlo, seguí la cena intentando rebuscar en mis recuerdos la relación de los profiteroles con el cáncer de esófago. Unos días después entre las noticias médicas que recibo veo un titular: «El riesgo de cáncer de esófago es menor con dietas ricas en polifenoles» ¡Ya está! ¡He aquí los «profiteroles» de mi defraudada comensal!